El sentir de Cristo
”…sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino por el contrario, bendiciendo, sabiendo que fuisteis llamados para que heredaseis bendición.” 1 Pedro 3:8,9
No cabe
duda de que todos, en algún momento, desearíamos que los demás compartieran y
se amoldaran a nuestro propio sentir, y que si somos de un
mismo sentir que este sea “mi sentir”.
Sin
embargo, la Palabra de Dios, al exhortarnos con la frase: “sed todos de un
mismo sentir” 1 P. 3:8, no nos llama a que unos se adapten al pensamiento
de otros, sino a que todos nos conformemos al sentir de Cristo. Este principio
queda claramente evidenciado en las virtudes que el mismo texto presenta a
continuación, las cuales describen el carácter del Señor: “compasivos,
amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no devolviendo mal por
mal, ni maldición por maldición” (vv. 8–9).
El
apóstol Pablo se dirigió a la iglesia de Filipos con esta misma exhortación, un
llamado claro a vivir en unidad a través del amor y la humildad. El apóstol Pablo
animó a la iglesia a manifestar “consuelo de amor, afecto entrañable,
misericordia”, a tener “el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma
cosa”, y a vivir con humildad, “estimando cada uno a los demás como
superiores a sí mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual
también por lo de los otros” Fil. 2:1–4.
Pablo
continúa diciendo: _”Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en
Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a
Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando
forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición
de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz”_ vv. 5-8.
Pablo
continúa su enseñanza llevando el enfoque al corazón del evangelio: la actitud
de Cristo. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo
Jesús” Fil. 2:5. Nos invita a adoptar Su manera de pensar, Su humildad, Su
entrega, y Su obediencia. Jesús, siendo en forma de Dios, no se aferró a su
igualdad con Dios, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo,
haciéndose semejante a los hombres y humillándose hasta la muerte, y muerte de
cruz.
Dios
nos llama a la unidad, pero no a una conformidad basada en la adaptación mutua
de criterios o preferencias humanas. El llamado es mucho más intenso: se nos
exhorta a vivir conforme al sentir de Cristo, reflejando Su carácter,
obediencia, compasión y humildad en nuestras relaciones y en nuestro servicio.
En el
momento de haber sido alcanzados por el poder transformador del evangelio, recibimos
“la mente de Cristo” 1 Co. 2:16. Esto nos otorga, por medio del Espíritu
de Dios, la capacidad sobrenatural de discernir y conocer los deseos y
propósitos de Cristo para Su iglesia.
En la
última oración de su ministerio terrenal, Jesús rogó al Padre la unidad de sus
discípulos: “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti;
que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me
enviaste” Juan 17:21.
Este
ruego nos revela que la unidad es más que un valor espiritual, es un testimonio
poderoso ante el mundo. Solo cuando vivimos en verdadera unidad, podremos
manifestar la gloria de Cristo. Y es únicamente en esa unidad, cimentada en el
amor, donde el mundo podrá reconocer que somos sus auténticos discípulos: “En
esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con
los otros” Juan 13:35.
Reflexionemos:
De
manera natural, el ser humano está inclinado hacia el pecado, es egocéntrico y
carnal, y, guiado por sus impulsos naturales, responde a las pequeñas ofensas
con agresión y resentimiento. No cabe duda de que solo una obra sobrenatural,
proveniente de una fuente divina, es capaz de llevar a cabo tal transformación
en personas ordinarias. Es a través de esta intervención divina que somos
integrados a una familia amorosa en la fe, la cual nos modela y nos transforma.
Dios, en su infinita gracia, nos hace compasivos, fraternales, misericordiosos,
y corteses. Nos enseña a devolver bien en vez de mal, a no ser vengativos ni
rencorosos, y a vivir según los principios del Reino de Dios, reflejando así el
carácter de Cristo en nuestras relaciones y en nuestra vida diaria.
La
exhortación de Cristo en este pasaje es pues, no es solo un llamado a la
unidad, sino a una unidad centrada en el carácter de Cristo. La verdadera
unidad en Cristo no se basa en la uniformidad de pensamientos humanos, sino en
la disposición mutua de reflejar el carácter de Aquel que nos llamó.